La cruz,
que a veces es tan solamente dos palos amarrados, vetustos y carcomidos por el
desgate del uso, se convierten sin presentación ninguna en nuestro símbolo
sagrado de confesión religiosas que precede a la humanidad en las más grandes
manifestaciones y en los más pequeños momentos de humildad personal de
acercamiento a nuestro Creador, y es siempre una proclamación de fe que
acompaña la certeza de que Dios te está mirando complacido de tu muestra de
amor, de unos segundos, de unos minutos, tiempo demasiado pequeño en nuestras
propias vidas y que va dedicado para quien es atemporal, acaso será como un
apretón de manos o un beso en la frente o llevar ya la mirada dirigida a su
rostro, y con solo pensar todo esto un tiempo mínimo, ya es extraordinario.